PARA LA MEMORIA E HISTORIA DEL EJE CAFETERO
LOS CAMINOS DE
HIERRO
DE LA MEMORIA
William Ospina, 2013
En la actividad de recuperación de los escenarios de la esfera de lo público, la labor con la historia y la memoria colectiva son imprescindibles. Nos proponemos compartir con los equipos de trabajo y demás lectores, los aportes del escritor y literato colombiano William Ospina, tan oportunos como necesarios. H.M.
1
Hacia
1840, la extensa región que conformaría más tarde el Eje Cafetero colombiano
era una selva casi impenetrable, entre el cañón del río Cauca y el valle del
Magdalena, entre las últimas parcelas del sur de Antioquia y las primeras
haciendas del Valle del Cauca.
Parecían
tierras intocadas por la historia, pero sus pobladores antiguos, pantágoras,
onimes, marquetones, gualíes, ebéjicos, noriscos, carrapas y picaras,
exquisitos ceramistas quimbayas y refinados orfebres calimas, habían sido
arrasados tres siglos atrás por la Conquista, por las espadas de Robledo y las
herraduras de César, las lanzas de Jiménez de Quesada, las jaurías de Galarza y
los incendios de Núñez Pedrozo.
Una
densa vegetación de guaduales y guarumos, guarandás y guayacanes, guamos y
guásimos, carboneros y palmas de cera amanecía en el bullicio de todas las aves
del mundo; jaguares y serpientes, osos y venados silvestres, armadillos,
guatinajos, zaínos y zorros, vivían bajo los millares de monos que saltaban
entre los árboles. Pero esas selvas vírgenes guardaban la memoria de su pasado:
incontables obras de arte y de religión, cementerios de indios revestidos de
oro.
Parecían
también selvas sin dueño, pero desde la Conquista la tierra de todos se había
vuelto tierra de unos cuantos. Tras la Independencia los latifundios pasaron
íntegros de manos españolas a manos de generales criollos o empresas extranjeras,
y uno de los mayores estaba precisamente en aquella región de la cordillera
central: eran las 200.000 hectáreas de la Concesión Aranzazu. Según las
escrituras, en 1763 el rey de España se las había concedido a José María de
Aranzazu; un siglo después sus herederos criollos y sus aliados ejercían allí
un dominio implacable.
Explotaban
minas de oro y mercurio, y defendían a sangre y fuego las fronteras de aquel
país privado, sus selvas llenas de tesoros. Pero a mediados del siglo XIX
éramos ya más de dos millones y medio de habitantes; las regiones pobladas
estaban saturadas de gente, y comenzó la forzosa expansión de caucanos,
santandereanos y antioqueños hacia las tierras vírgenes.
Si
ya el latifundio de Felipe Villegas se había convertido en los municipios de
Abejorral y Sonsón, ¿no era justo que las selvas de los Aranzazu se
convirtieran también en pueblos y ciudades, en parcelas de miles de colonos y
no en el feudo de una sola familia? Allí comenzó otra de las guerras
colombianas que apenas se han contado: la de la Concesión Aranzazu contra los
colonos que venían descubriendo de árboles y venados las tierras cultivables.
No
creían que las montañas del centro del país fueran excelentes para la
agricultura: venían buscando el oro que olvidaron los conquistadores. Lo mismo
las minas inexploradas que el oro de las tumbas indígenas. Rosarios y
escapularios, hisopos con agua bendita y cruces de mayo rezadas por obispos los
protegerían de los ensalmos y maldiciones que sellaban las tumbas. Tomaban los
poporos y los pectorales, arrojaban huesos y cántaros, y encima de las guacas
abiertas alzaban chozas y enramadas.
Uno
de los pioneros de la colonización había sido Fermín López Buitrago, quien
recorrió temprano aquellas tierras fundando pueblos de un día y trazando
caminos que después nadie pudo borrar. Fundó a Salamina, llegó a lo que sería
Manizales, pero de todas partes lo expulsaban los dueños de todo, hasta que
finalmente en Santa Rosa pudo fundar otro pueblo duradero. Siguiendo su rastro
creció con las décadas la presión de los colonos: algunos sólo traían hambre,
otros recuas de mulas y de bueyes. Siempre tropezaban con los esbirros de
Aranzazu y de los socios González y Salazar, que esgrimían sus títulos,
quemaban las chozas y los caseríos, y asesinaban a los colonos.
Colonos
indignados mataron en el puente de Neira a uno de los hombres más ricos del
país: Elías González, socio de la gran Empresa, dueño de tabacales en Mariquita
y de salinas en Neira; un poderoso señor feudal que estaba construyendo por
razones privadas uno de los caminos más difíciles del país: el que uniría por
los abismos del Ruiz sus minas de sal en Salamina con sus haciendas de tabaco
en el valle del Magdalena.
Para
apagar la guerra el gobierno dividió por fin la Concesión. Dejó a sus dueños
90.000 hectáreas y repartió 110.000 entre los colonos. Así nacieron Marulanda,
Filadelfia, Aranzazu, Neira y Manizales.
Vinieron
más colonos, y acompañando aquel avance venían los mineros ingleses. Estaban
aquí desde las guerras de Independencia; a cambio de sus empréstitos recibieron
licencias para explotar las minas. Sabían que los españoles sólo habían
extraído el oro que puede obtenerse con brazos y picas, pero ellos traían
técnicas nuevas y poderosas porque Inglaterra estaba siendo transformada por la
Revolución Industrial. Fue tal su influencia, que las nuevas fincas y pueblos
ya obedecían al estilo de la arquitectura de las colonias inglesas de la India
y del Caribe: no eran casas de piedra con patios cerrados y geranios en las rejas
sino casas de tabla parada con grandes aleros y corredores de barandas pintadas
de colores.
Habíamos
vivido por siglos del oro, de la quina, del añil y el tabaco. Pronto se
descubrió que aquel suelo recién colonizado era óptimo para el cultivo del café,
una planta abisinia que había llegado a Santander de las Antillas, y que ya se
cultivaba en La Mesa, en las vertientes de la Cordillera Oriental que miran al
Tolima.
Y
Colombia pasó de la economía de las grandes haciendas a la de los minifundios
cafeteros. No era un cultivo apenas lo que nacía: era una época de nuestra
historia.
2
En
Manizales, para poder hacer la casa, había que hacer primero el lote.
Esa
leyenda popular ilustra las dificultades de los hombres que decidieron fundar
aquel caserío a la vez en las crestas de la cordillera y en el corazón de una
selva. Una valiosa antología: Manizales, su historia y su cultura, de Pedro
Felipe Hoyos, permite ver ese impresionante proceso que convirtió un poblado
lluvioso de mediados del siglo XIX en la más dinámica ciudad del país a
comienzos del XX.
Empezó
en 1834, cuando una segunda oleada de colonos salió de Marmato, el pueblo de
oro colonial construido a riesgo sobre los túneles de la montaña. Con Antonio
Arango y con Nicolás Echeverry venía el alemán Wilhelm Deghenhardt: querían
conocer el nevado del Ruiz, estudiar su potencial minero, aprovechar la
descendencia cimarrona de un ganado abandonado en otras décadas que ahora
proliferaba en los páramos.
Diez
años después, Arango y Echeverry, acompañados entre otros por Manuel Grisales y
Agapito Montaño, por Benito Rodríguez y Gil Vicente, a quien llamaban Capón
Saraviado, volvieron con once bueyes a buscar más ganado, y terminaron fundando
un caserío. Así eran esos tiempos, a veces resultaba tan difícil volver al
sitio de origen, que era preferible inventar otro pueblo.
Lo
que vemos aquí fue la lenta, inevitablemente violenta, población de las tierras
centrales: colonos contra indígenas, terratenientes contra colonos, todos
contra la naturaleza, y la naturaleza contra todos. Manizales, tal vez porque
fue tan difícil fundarla en las crestas de la cordillera, entre los remezones
de la tierra y el rugido del volcán, entre el barro de los deslizamientos y la
tristeza de la lluvia, se fue convirtiendo en el centro de un mundo.
Algunos
de los primeros colonos, después mitologizados como “Los Fundadores” y
exaltados en su escultura tutelar por Luis Guillermo Vallejo, tras mil
conflictos con la concesión Aranzazu ascendieron a terratenientes y emprendieron
una exitosa carrera como agricultores y comerciantes. Cultivaron cacao y
domaron la hacienda cimarrona para establecer la primera industria de lácteos.
Lo que había sido selva se cruzó de caminos: ya en las hondonadas se oían más
las hachas que los pájaros.
El
cacao ensanchó los caminos que iban a la tierra de origen; el comercio de
quesos los abrió hacia las llanuras inundadas del sur y a las mansiones y
claustros del Cauca Grande. Las tierras ofrecidas por el gobierno estaban
repartidas pero los colonos seguían llegando: siguió la colonización de las
selvas del Risaralda, y otra tierra prometida, los yarumales y los guaduales
infinitos del Quindío.
El
difunto Elías Gonzales había trazado un camino sobre la cuerda floja del abismo
de Letras, para salir al Valle del Magdalena y conectar con el centro del país
y con el mundo. A finales del XIX, ya diez mil bueyes recorrían esa ruta
de tierra inestable, “hondos fangales donde las bestias se consumen hasta los
pechos”, ríos de piedras, redes de raíces, derrumbaderos de greda, suelos de
estacas y de púas, una telaraña de chorros y saltos y resbaladeros casi
borrados por la niebla, y una lluvia incansable sobre tantos fantasmas de mulas
y bueyes y peones despeñados. Baste saber que un viento atroz mató a cuarenta
mulas un día en un solo paso de la montaña.
Bajaban
al puerto de Honda el fruto de las tierras colonizadas, subían manufacturas de
los países industriales. El avance hacia el sur fundó entre tantos pueblos a
Pereira, sobre el Otún, en las ruinas de la vieja Cartago, a Armenia y
Chinchiná, Caicedonia y Sevilla. El descenso al oriente fundó a Soledad, tan
parecida a su nombre que mejor se lo cambiaron por Herveo, y a Fresno ante la
primera luz de la planicie. Líbano, Villahermosa, Casabianca, Murillo,
Manzanares, Pensilvania: no hubo desde la Conquista una fiebre de fundaciones
como esa, que llevó incluso a la quinta fundación de Victoria. Donde las mulas
se echaban con las petacas corría el riesgo de nacer algún pueblo.
En
las últimas décadas del siglo XIX la producción anual de café pasó de 60.000
sacos a 600.000. Aunque ya empezaba a cultivarse en las tierras colonizadas, lo
producían sobre todo las haciendas de Santander y Cundinamarca. Pero al final
del siglo una dramática caída de los precios golpeó las haciendas, y el café
del viejo Caldas respondió mejor a la crisis. Abundantes hijos proveían la mano
de obra y la calidad del café cosechado era mejor.
Pero
nadie sabía que lo que estaba naciendo era una región económica y que, aunque
poderosa, esa economía no significaría tanto opulencia como estabilidad: una
dinámica de la que podían participar tantas familias hizo nacer una tradición
de arraigo y de orgullo, abrió camino a una democracia posible, dio poder de
consumo a los productores, integró al país comunicando sus regiones, enlazando
el norte y el sur, el oriente y el occidente.
No
habían llegado los tiempos bárbaros en que el precio final de los productos es
más importante que el orden que propicia su cultivo, no habían llegado los
tiempos en que se podía destruir un orden social y familiar, todo un sistema de
trabajo y de relaciones humanas, sólo porque los productos puedan conseguirse
más baratos en otra parte.
Hasta
alemanes como Julius Richter, que soñaban aún con El Dorado, descubrieron que
el oro estaba menos en las minas que en las ramas: muy pronto una pequeña
región del centro del país iba a hacer visible a Colombia en el mercado
mundial, y nos asomaría a los primeros sueños de la modernidad.
Para que ello ocurriera, entraron en acción los ingleses.
3
Nuestro
gran desafío desde el comienzo era unir y comunicar el país.
Pero
a la extrema diversidad geográfica se añadía la complejidad racial, la opresión
de indios y de esclavos, el culto a las metrópolis ilustres y el menosprecio
por todo lo local. Esta geografía impuso proezas, sufrimientos y brutalidades.
La exploración del territorio, el paso de los ríos y hasta la apertura de
caminos exigieron desde el comienzo hazañas heroicas.
Pero
también esa diversidad, unida a las odiosas estratificaciones que dejó la
colonia, a la disputa por las riquezas del suelo y por el suelo mismo, nos
hundió sin cesar en guerras y conflictos. Pocas cosas tan difíciles de seguir y
de explicar como la sucesión de las guerras colombianas.
Los
caminos, que prometían el progreso, también abrieron paso al conflicto
incesante. No es por realismo mágico que García Márquez habla de las 32 guerras
del coronel Aureliano Buendía. Mientras llegaba el cultivo del café a las
tierras quebradas de Caldas, Colombia vivía la guerra civil de 1851, la del 54,
la del 60, la del 76, la del 85 y la del 95. Después, la Guerra de los Mil Días
le costó al país 200.000 muertos, el cinco por ciento de su población, que es
como si hoy una guerra arrebatara dos millones de vidas.
El
Gobierno había confiado al alemán Elbers la navegación por el Magdalena, pero
en Honda los raudales impedían que las naves alcanzaran la parte alta del río.
Había un tramo que los barcos de gran calado no podían superar, y eso hizo aún
más necesarios los ferrocarriles.
Antes
del café, la economía giraba alrededor del tabaco. Por primera vez los ingleses
abandonaron las minas y pusieron su interés en otro producto. Todavía en
Ambalema la casa de los ingleses, que manejó el embarque de tabaco hacia
Europa, y la casa donde se prensaban las hojas, esperan su restauración y su
nuevo destino.
Los
ingleses habían explotado las minas de Marmato y Supía, las minas de Mariquita
y Santa Ana. Hijo de un ingeniero irlandés era Diego Fallon, el poeta que
descubrió a la Luna en los cañones del Gualí, y que escribió el poema más
famoso de Colombia antes de que llegara la música de José Asunción Silva.
Esos
británicos traían ya “la mineralogía, la mecánica aplicada, la teoría del
calor, la química inorgánica, los métodos geofísicos, el sismógrafo, la
ingeniería de vías, los reactivos químicos, la rueda hidráulica, la técnica de
amalgamación”. Traían el molino liviano de pistones, el monitor hidráulico, la
draga flotante; pasaron del mercurio al cianuro, trajeron la turbina Pelton y
la dinamita.
Mientras
el país se desangraba en la Guerra, entre 1899 y 1903, que fue también
responsable de la pérdida de Panamá, la cosecha de los campesinos cafeteros de
Caldas abrió para el país un horizonte nuevo. Pero había un problema.
Nadie
sabía cómo sacar esos millones de sacos hacia los puertos: ni siquiera los diez
mil bueyes de Letras lograban bajar el café al Valle del Magdalena. Entonces
Tomas Miller y sus ingenieros ingleses hicieron una propuesta genial: tender un
cable aéreo por aquellos abismos, llevar en vagonetas desde Manizales hasta
Mariquita la cosecha cafetera.
En
1912, bajo la dirección del ingeniero australiano James Lindsay, empezaron las
obras que parecían imposibles. El tendido de los cables se hizo desde
Mariquita, subiendo la cordillera. La guerra del 14 interrumpió por un tiempo
los trabajos y se dice que el barco que traía una de las torres principales fue
hundido por alemanes en el Atlántico. Ello hizo necesario reemplazar el hierro
inglés por troncos de guayacán de las montañas, y en mayo de 1922 un cable
aéreo de 72 kilómetros, el más largo del mundo en su tiempo, fue inaugurado en
un banquete donde giraba por un gran salón, llevando flores en sus vagonetas,
una réplica en miniatura de la obra.
Ese
cable convirtió a Manizales en la ciudad más dinámica del país. Todavía era un
pueblo grande de casonas de tabla parada y balcones de colores, una imprudente
sucesión de casas de madera pegadas una a otra como jamás lo habrían
recomendado los ingleses, y con una catedral de cedro, nogal y maderas
balsámicas que era orgullo de los piadosos campesinos iniciados en las
costumbres urbanas.
En
1925 un incendio consumió 32 manzanas y las llamas alcanzaron a morder la
catedral perfumada. Un año después un segundo incendio se llevó otras manzanas
y devoró la catedral por completo. La ciudad emprendió su reconstrucción con
edificios diseñados por arquitectos notables y se empeñó en alzar una catedral
capaz de resistir a dos grandes enemigos: el fuego implacable y los terremotos
que desmoronaban los barrios en el abismo.
Necesitaba
inventarse un pasado: se aferraba al gótico, al hispanismo, a las filigranas
del mundo grecolatino, pero también quería estar a la altura de la modernidad.
Un biznieto de aquel Julius Richter que había venido a trabajar en las minas,
Danilo Cruz Vélez, discípulo de Heidegger en Friburgo, habría de convertirse en
uno de los más importantes filósofos de Colombia.
John
Wotard diseñó en 1926 la estación del ferrocarril. La catedral vertiginosa,
vaciada en concreto, hecha para desafiar al volcán y al incendio, fue diseñada
por Julien Auguste Polti, jefe de monumentos públicos de París, y se convirtió
en 1939 en el ápice de aquella ciudad de contrastes, todavía llena de brujas y
aparecidos, todavía olorosa a yerbabuena y a musgo, pero que era ya la capital
de la primera comarca campesina en Colombia conectada de verdad con el mundo.
4
Al
lado del camino de agua hicieron el camino de hierro.
Hacia
1886, un hombre llamado Antonio Acosta estableció en un pequeño puerto llamado
La Curva del Conejo, una venta de leña para los vapores que bajaban y subían
por el Magdalena.
La
destrucción de las selvas había comenzado mucho antes: en típico rebusque
colombiano, los vendedores de leña empezaron a potrerizar las orillas, los
bosques acabaron en las calderas de los barcos, la tierra que soltaban las
raíces se sedimentó en el lecho del río, y fue así como los propios barcos
acabaron con la navegación.
Pero
por un tiempo el fenómeno le dio prosperidad a aquel poblado, al que llegaron
hacia 1904 muchos guerrilleros que había dejado sin oficio el final de la
Guerra de los Mil Días. Desde Ambalema, que llenó de humo aromático los
pulmones europeos casi un siglo, se estaba tendiendo el ferrocarril que pasaría
por Beltrán, San Lorenzo, Mariquita, Honda y Yeguas, hasta llegar a El Conejo,
que alguien vislumbraba como gran puerto fluvial del futuro. Y aquellos
guerrilleros, cansados de plomo, se aplicaron a otro metal: a tender los rieles
del tren en cuyos vagones venía el siglo XX.
Al
comienzo, en el mapa, los caminos de hierro eran casi imperceptibles:
recomenzaba la lucha con esta naturaleza rebelde. En 1855 ya un ferrocarril,
entre Ciudad de Panamá y Colón, había unido el océano Atlántico con el
Pacífico. Tímidamente avanzaron las carrileras, como las llamamos en Colombia:
de Barranquilla a Sabanilla, de Santa Marta a Ciénaga, de Cartagena a Calamar,
de Medellín al Magdalena, de Cúcuta al Táchira, de Medellín a Amagá, de Cali a
Buenaventura, de Bogotá a Facatativá, de Bogotá a Girardot, de Girardot a
Ibagué con un ramal que seguía para Neiva.
A
finales del XIX la iniciativa modernizadora tuvo el respaldo de la
administración de Manuel Murillo Toro. A comienzos del XX Rafael Reyes le
dio empuje. Y fue Pedro Nel Ospina, ingeniero, quien en 1922, aprovechando la
indemnización de 25 millones de dólares que Estados Unidos pagaba por Panamá,
intentó la prolongación de aquellos tramos para formar tres grandes troncales
ferroviarias: Bogotá-Buenaventura, cuyo principal obstáculo era el paso de
Ibagué a Armenia; Pasto-Mompox, que debía pasar por Popayán, Cali, el cañón del
Cauca y la Boca de Tocaloa; y la ruta Bogotá-Santa Marta, pasando por Tunja,
Sogamoso, el Chicamocha, Bucaramanga y Puerto Wilches.
Cada
tramo tenía un desafío: el mayor era la cordillera Central, y en 1914
comenzaron los estudios para unir a Ibagué con Armenia. En 1920 se definió por
dónde perforar la cordillera, pasando la depresión de Calarcá, para llegar al
Pacífico. Ya habían comenzado los trabajos cuando otra gran depresión, la
crisis del año 29, acabó con el proyecto.
Pero
así pasó el ferrocarril por Ambalema y recogió las últimas grandes cosechas de
tabaco, y así se encontraron en Mariquita las locomotoras de la Dorada Railway
Company, con las vagonetas de la Ropeway Branch que bajaban la cosecha
cafetera.
Para
administrarla, se estableció desde 1905 en Mariquita la Ciudadela Inglesa.
Bordeada de canales para controlar inundaciones, era ejemplo notable de la
arquitectura de la época. Todavía sobreviven en ruinas, pero con sus
estructuras intactas bajo los árboles, la estación del ferrocarril, la estación
del cable aéreo, las inmensas bodegas, los talleres, las quintas de ingenieros
y la capilla de esa Ciudadela que duró 50 años y que tuvo en su tiempo iglesia
anglicana y cementerio inglés.
Un
capítulo de nuestra historia parece caerse a pedazos a la sombra de cámbulos y
ceibas. Alrededor han construido urbanizaciones, pero de las 42 hectáreas
originales queda espacio suficiente para una Ciudadela de la memoria, antes de
que sea arrasada por el olvido.
Esos
diez mil metros cuadrados de construcciones en peligro nos hablan todavía de
gestas asombrosas y promesas frustradas. Tantas cosas se cruzan allí: la ruta
de la Expedición Botánica y la memoria de la navegación por el río, la
colonización de las selvas centrales, medio siglo de fundaciones, el relato de
la Concesión Aranzazu, la saga del café y muchos relatos que marcaron nuestro
destino: los diez mil bueyes del Camino de la Moravia, las llanuras del tabaco,
las minas de alemanes e ingleses, las ruinas de Santa Ana bajo la luna de
Fallon, el tendido de los ferrocarriles, el Cable aéreo que inspiró el de
Gamarra a Ocaña y el de Manizales al Chocó, las vagonetas en la niebla del
páramo descendiendo hacia la tierra caliente, la edad en que los esfuerzos de
nativos, criollos e inmigrantes nos pusieron a las puertas de la modernidad.
Esa
historia de hace un siglo cambió la cara de una vasta región y dejó salpicadas
de apellidos ingleses a las estirpes criollas de la montaña, pero no sólo es
una invitación a recuperar la memoria. La vieja Ciudadela debería convertirse
en lugar de visita para viajeros, de trabajo para organizaciones y talleres de
creación, en centro de reflexión sobre suelos y pisos térmicos, sobre las
relaciones entre los glaciares y el río, sobre clima y transporte, sobre
modelos económicos y desafíos ecológicos.
Testimonio
visible de una edad del continente, es el espacio ideal de muchas cosas
necesarias y urgentes para aprender a habitar con respeto y sabiduría el
territorio, como nos lo recuerdan cada día, pocos kilómetros al sur, las ruinas
de Armero, arrasada por la desmemoria, la negligencia y la ignorancia.
Porque
aquí cada pueblo guarda una historia, cada camino significó una hazaña y cada
tecnología dibujó una promesa, pero también cada olvido y cada negligencia
labraron para muchos una catástrofe. (Texto recuperado por Herman Martínez Ch., del libro del autor Los Caminos de Hierro de la Memoria, Textos Inéditos).
CARATULA, ED. EBIBLIOTECA |
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